La infancia mágica que me llevó a la música chamánica

Publicado el 1 de junio de 2025, 11:09

Todo comenzó con piedras, dibujos misteriosos y una imaginación que no cabía
en los márgenes de un cuaderno escolar.
Caminaba sin saberlo por el sendero chamánico que hoy sigo con el alma.

Un universo propio

De niño, vivía en un mundo lleno de magia. La realidad no siempre resultaba fácil
—tenía dificultades de atención y el colegio no supo muy bien cómo
acompañarme—, pero eso solo hizo que me inventara mi propio universo. Un
universo con dioses antiguos, alfabetos secretos y ojos de Ra escondidos en mi
pupitre.
Me fascinaban las culturas antiguas. Aprendí por mi cuenta a escribir jeroglíficos,
alfabetos clásicos y otras escrituras, solo porque algo en ellas me hablaba
directamente al alma. A veces, hasta usaba esos símbolos como una especie de
amuleto o código secreto para afrontar los exámenes. ¿Cómo iban a saber los
profesores que ese ojo egipcio en mi mano escondía un pequeño resumen del
temario? Era mi forma de hacerlo divertido, mágico… y un poco más mío.

Piedras, símbolos y señales

También recogía piedras. Muchas. Cada piedra podía ser un hallazgo, una pista,
un mensaje del universo. Volvía del colegio con la mochila llena, no de libros, sino
de tesoros. Formé con mis amigos un club de arqueólogos. Soñábamos con
descubrir templos ocultos o escuchar lo que los espíritus antiguos querían
decirnos desde las formas y señales de las rocas.
Todo eso, aunque entonces no lo sabía, era ya un viaje chamánico. Era mi alma
conectando con lo simbólico, con lo sagrado, con el juego profundo del niño que
no ha olvidado lo invisible.

Un hogar que me entendía

En casa tuve suerte. Mucha.

Mis padres nunca me exigieron que encajara a la fuerza. Al contrario, se
esforzaron por entrar en mi mundo. Mientras en el colegio se medía a los niños
con una vara rígida y absurda, en casa lo compensábamos con juego, con
fantasía, con magia.
Aprender era una aventura. Transformábamos los deberes en misiones, los
exámenes en enigmas, las tardes de estudio en pequeñas expediciones
simbólicas. Acabábamos agotados, sí, pero lograba mantener el ritmo de mis
compañeros, sin traicionarme del todo.

Don-Don y la música que vendría

Hubo un profesor que me marcó, aunque no precisamente para bien. Era mi
profesor de música. El único al que había que llamar con “Don” antes del
nombre. En casa, mamá y yo lo apodamos con cariño irónico: “Don-Don”, como
el sonido de una campana.
Don-Don me decía que no servía para nada. Que era un monstruo. En el mal
sentido.
No puedo evitar sonreír ahora.
A veces he fantaseado con volver a aquel colegio. Decirle, con calma y dulzura,
que se equivocó. Que la música se convirtió en mi lenguaje, en mi camino, en mi
medicina. Que puede buscar mi nombre en YouTube y pasarse horas escuchando
flautas, tambores, cantos rituales y melodías que creo e interpreto, que nacen
desde un lugar que no cabe en un pentagrama.
Quizá lo que no pudo ver es que yo no fallaba por falta de interés. Simplemente,
mi mente se iba a otro lugar. Me perdía entre símbolos, visiones y sonidos que
aún no podía traducir.
No encajaba en su clase. Pero encajaba perfectamente en un espacio que, por
entonces, todavía no existía.
Hoy ese espacio lo estoy construyendo. Con mis manos, con mis errores, con mi
música.
Y sigue creciendo.

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